Abrí el libro por la página marcada. Se dejaban entrever a través del polvo
numerosos dibujos a lápiz que compartían un personaje en común: un ser
bajo y delgado, con abundantes cicatrices en el torso y una peculiaridad, la
ausencia de ojos. Era plena noche, y el silencio reinaba en aquel orfanato
abandonado. De repente, un intenso olor a azufre inundó la habitación.
Entonces le vi, delante de mí, sonriendo. Un escalofrío recorrió todo mi
cuerpo, y caí desmayado. Cuando recobré el conocimiento, escuché una
voz lejana: -¡Fran, que se hace tarde! ¡Ponte el uniforme! Nunca pensé
que me alegraría tanto despertarme temprano, y menos aún para ir al
colegio.
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