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lunes, 13 de junio de 2011

ALEJANDRO MARTÍNEZ

Solo pude mirar hacia atrás, la congoja que sentía en ese momento sobrepasaba cualquier atisbo de normalidad.

El fallecimiento de un ser querido nunca es un momento poco doloroso, sobretodo si es eso, querido.

Cuando mi abuelo murió, sentí que Dios, o cualquier otra fuerza sobrenatural había sido injusto conmigo, pues no me dejaron sentir lo que era tener un abuelo. Es verdad que tenía otro abuelo, pero la afinidad no era la misma. Este es el fin, pero las historias tienen un comienzo.

Yo tengo sierte años, la mejilla izquierda la tengo congelada, mientras que la otra me arde a causa del calor de la hoguera.

Él, sentado en la butaca, me cuenta una vez más sus aventuras militares, mientras, yo escucho ansioso de descubrir el final ya conocido. Su cáncer se propaga tan rápido como el agua del río, pero su vitalidad es indestructible, porque así era él.

Le acompañé hacia el jardín de atrás, donde hasta las rosas parecen llorar su pronta despedida final.

Solo pude mirar hacia atrás, su cuerpo inherte desprendía cualquier tipo de vida ya.

Al fin y al cabo todos debemos morir, ¿Por qué yo iba a ser menos?

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