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miércoles, 11 de mayo de 2011

Antonio Fernández Ortega

Sólo pude mirar hacia atrás, mientras corría por las inmensas calles e Nueva York a las doce de la noche perseguido por dos hombres vestidos de negro que gritaban a pleno pulmón:

- ¡Alto, policía!

Yo continuaba desplazándome por las calles a gran velocidad sin hacer caso a lo que me decían. De repente, tropecé con el borde de la acera y caí estrepitosamente, lamentándome de lo que había sucedido mientras me percataba de una brecha en la cabeza. Me desmayé.

A los dos días me desperté en una habitación tan clara que me obligaba a cerrar los ojos. A los diez minutos apareció una de las dos personas que hace días me perseguía con gran rapidez. A continuación se encendió un flexo con una luiz cegadora que me impedía ver. Lo único que oía era:

- ¿Para quién trabajas? ¿Para qué te ha mandado?

- Para nadie, si tengo doce años y aún voy a la escuela.

Repentinamente la voz me pareció familiar, se parecía a la de mi profesora y de fondo se oían risas de niños. Cada vez me sonrojaba más y…

De pronto desperté. Estaba en clase empapado de sudor mientras mi tutora me entregaba un examen sorpresa.

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